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Publicado en: El Tiempo
Tatiana Pardo
25 de junio de 2019
Colombia
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Busque en internet el mapa de Colombia. Aproximadamente la mitad del territorio continental del país está cubierto por áreas protegidas naturales y territorios colectivos de comunidades indígenas y afrodescendientes. A simple vista verá una mancha verde, eso es porque usted habita el segundo país más biodiverso del planeta, donde el 52 por ciento de la superficie es bosque, o sea más de 59 millones de hectáreas (ha) de árboles. Ese ecosistema, sin embargo, solía ser más extenso, más conectado, más saludable; pero llegaron las vacas, las carreteras, las motosierras, las dragas, los cultivos de uso ilícito, los incendios, la guerra, el desplazamiento, los nuevos asentamientos; y el paisaje cambió. Está cambiando.
A pesar de la amplia cobertura de áreas protegidas que tenemos (el 87 % son nacionales, el 12,4 % son regionales y el 0,4 % son privadas) la deforestación es uno de los peores males que padece el país. Es una enfermedad que no es ni silenciosa ni invisible, sino que retumba y va dejando marcas en la medida en que se propaga y deja débil al paciente. Las cifras oficiales más recientes señalan que el país arrasó con 219.973 hectáreas (ha) en el año 2017, un 23 por ciento más que en el 2016. Los Parques Nacionales Naturales (PNN), que se supone son áreas protegidas, no estuvieron tan protegidas: le dijeron adiós a 12.417 ha, especialmente en La Macarena, Tinigua y Paramillo.
Dado ese panorama, Leonardo Bonilla-Mejía, doctor en economía del Banco de la República, e Iván Higuera-Mendieta, de la Universidad de Chicago, se dieron a la tarea de analizar qué tanto influye la institucionalidad en la efectividad que tienen estas para servir de barreras ante tan diversas y complejas amenazas. Utilizando imágenes satelitales de alta resolución sobre deforestación y cultivos de coca, hallaron que las tierras colectivas reducen de manera significativa los impactos de la ilegalidad, en comparación con los PNN de uso estricto, especialmente en zonas remotas donde las políticas pueden llegar a ser ineficaces. En estos lugares, dicen los autores, podrían ser meros “parques de papel”.
Después de estudiar 287 áreas protegidas naturales (creadas antes del año 2001 y con un área mayor a 1 km2), los resultados indican que “solo son efectivas cerca de los asentamientos, en los municipios que proporcionan más bienes públicos y tienen bajos niveles de violencia, mientras que el efecto contrario ocurre con las tierras colectivas. Tanto los resguardos indígenas como de afrocolombianos previenen la deforestación en áreas remotas”, se lee en el documento.
David Kaimowitz, exdirector de Recursos Naturales y Cambio Climático de la Fundación Ford, quien lleva décadas estudiando cómo se han transformado los bosques en América Latina, considera que “los resultados del estudio son consistentes con la evidencia de otros países. Las áreas protegidas estatales sólo funcionan en lugares donde el Estado logra mantener una presencia permanente y real. En otras zonas, hay que depender de los esfuerzos que hagan los actores locales, sobre todo de los indígenas y los afrodescendientes”.
Pero Julia Miranda, directora de Parques Nacionales de Colombia, no opina lo mismo. Para ella, la distancia de un área protegida a un centro urbano no es lo que marca su nivel de conservación o degradación, sino la gobernabilidad en el territorio para atacar los fenómenos de ilegalidad.
“Hay ejemplos para todo. Los PNN Yaigojé Apaporis, Puinaway y Tuparro, por ejemplo, que están lejos de un centro urbano se encuentran en muy buen estado; pero si miras Los Farallones de Cali, La Macarena, Isla Salamanca y la Sierra Nevada de Santa Marta, las zonas más cercanas a las urbes son las más afectadas”, explica Miranda. “Aquí estamos combatiendo delitos de deforestación, ganadería ilegal, minería ilegal, cultivos ilícitos y ocupación indebida del área, que ocurren en todas partes”.
Cultivos de coca
Uno de los temas más aplaudidos recientemente en el país es precisamente la ampliación de áreas protegidas. Pero, ¿son suficientes los recursos (económicos y de personal) que se les ha designado para garantizar su gestión sostenible? Los 59 PNN representan un área de 17’541.489 hectáreas, cobijando 19.228 especies, de las cuales 12.730 son de flora y 6.498 de fauna. Aunque el 32 por ciento de la biodiversidad identificada en Colombia está allí, el presupuesto se queda corto. Es un bolsillo diminuto para tan grandes desafíos.
Según explica Miranda, Parques está necesitando “tres veces más el presupuesto actual que tiene y, por lo menos, el doble de los funcionarios”. En números la realidad es la siguiente: trabajan 603 personas, de las cuales el 60 por ciento está en campo. “En promedio, cada funcionario tiene una responsabilidad de 34.000 hectáreas”, advierte. El presupuesto anual que tienen es de “cien mil millones de pesos, pero es insuficiente. Se necesitan 300 mil millones”.
Estos lugares y sus guardianes también han sido víctimas. En el último informe que entregó el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (Simci) de la ONU, el 5 por ciento de los cultivos de hoja de coca están ubicados dentro de ellos, y otro 27 por ciento se localiza a menos de 20 kilómetros. En total 16 PNN tienen 8.301 hectáreas de coca. Y en la última década, 11 funcionarios de parques han sido asesinados.
“La capacidad de las áreas protegidas de salvaguardar los bosques de las actividades ilícitas refleja un aspecto clave de las instituciones locales: la aplicación de la ley, particularmente donde el Estado es débil (…) Mientras que los cultivos de coca aumentan en áreas protegidas nacionales, en las tierras colectivas se reducen”, señala la investigación.
Kaimowitz, explica que para luchar contra la ilegalidad hay que analizar ciertos aspectos primero: ¿Está funcionando o no el sistema judicial para castigar a los que han sido detenidos por delitos ambientales?, ¿se están concentrando los esfuerzos en controlar la ilegalidad que hay detrás de los grandes actores económicos o solo lo operadores que están en terreno?, ¿se está controlando toda la cadena (por ejemplo, quién saca el oro, quién lo vende, quién lo compra, cuáles son las rutas, y a qué países llega?, ¿los órganos de control están entablando alianzas sólidas con grupos locales para aumentar la capacidad de monitoreo?, ¿hay un sistema riguroso para priorizar los esfuerzos de control?, ¿hay coordinación?.
Si el Gobierno Nacional se comprometió a reducir las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera en un 30 por ciento antes de 2030 en virtud del Acuerdo Climático de París (donde cerca de 200 naciones asumieron la responsabilidad de mantener la temperatura global del planeta por debajo de los 2 °C al finalizar el siglo), garantizar que la deforestación no avance debería ser la prioridad.
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