La Nación
04 de Septiembre de 2020
RÍO DE JANEIRO.- Alessandro Souza es buscador de oro. Lo busca en lo profundo de los territorios indígenas protegidos de la selva amazónica, viajando en canoa o a pie durante días, y no vuelve hasta llenarse los bolsillos. A veces desaparece durante dos meses, a veces durante seis. Lo único seguro es que volverá, porque su negocio es buscar oro, y el oro está en alza.
Hace unos días, Souza les mandó un mensaje a sus compañeros del grupo de WhatsApp «Mineros de oro sin fronteras», donde decía «Cotización del día» y una flecha que apuntaba hacia el cielo. La onza de oro acababa de rozar los 1800 dólares.
El nuevo coronavirus está devastando Brasil , donde hay casi 4 millones de infectados y murieron más de 122.00 personas. Y la pandemia también está fogoneando la mayor fiebre del oro de la que se tenga memoria en Amazonia , y que podría tener consecuencias a largo plazo para las selvas vírgenes.
Empujados por el astronómico precio del oro, el imparable desempleo y la laxitud de los controles de un gobierno ocupado en otras urgencias, hay personas que viajan de todo Brasil a instalarse en cientos de campamentos mineros ilegales, invadiendo tierras indígenas protegidas, arrasando porciones de bosque, envenenando ríos con mercurio y lavando oro ilegal a través de comercios de venta de piedras y minerales. Y la mayoría se sale con la suya.
Gran parte de la actividad se concentra en el inmenso y poco patrullado estad de Pará, donde vive Souza, en el remoto foco minero de Itaituba, y donde las exportaciones de oro han aumentado abruptamente durante este año. Mientras Brasil enfocaba su atención en la pandemia, las exportaciones se cuadruplicaron, hasta alcanzar los 245 millones de dólares durante los primeros seis meses de este año. Y la deforestación asociada con la minería en territorio indígena, donde esa actividad es ilegal, alcanzó niveles récord.
Tanto los agentes de la ley como los líderes indígenas, los inspectores del gobierno federal y hasta los mineros dicen que el gobierno del presidente Jair Bolsonaro descuidó su responsabilidad de proteger Amazonia. Mientras los científicos dicen que la selva se encuentra en un punto de equilibrio peligrosamente inestable por la deforestación, Bolsonaro reduce patrullajes y controles y busca legalizar la minería en territorio indígena.
Bolsonaro, excapitán del Ejército, les sacó a los militares la tarea de reprimir la destrucción del medio ambiente, pero el recambio resultó ser inútil. El máximo organismo de aplicación ambiental, el Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (Ibama), sufre recortes presupuestarios, reducciones de personal, y es blanco constante de las críticas del presidente. El organismo ha tenido que frenar la destrucción del equipamiento minero encontrado en las excavaciones ilegales -una táctica disuasiva muy efectiva, según los ambientalistas-, y también redujo sus operativos para frenar las actividades delictivas en Amazonia.
«Pasamos a otra etapa», dice Sérgio Leitão, director ejecutivo del Instituto Escolhas, una ONG ambientalista que monitorea la minería de oro durante la pandemia.
«La cotización del oro, la cantidad de mano de obra dispuesta a trabajar por casi nada, la reducción de los controles, y un gobierno que quiere legalizar aún más la extracción de oro: es la tormenta perfecta.»
La oficina de Bolsonaro no quiso hacer comentarios para este artículo. El ministro de medio ambiente de Brasil, Ricardo Salles, inicialmente acordó una entrevista, pero luego la canceló. El Ministerio de Defensa defendió la respuesta del gobierno.
«Nuestro país es injustamente acusado de no cuidar esa región», dice el comunicado del Ministerio de Defensa, y cita operativos recientes de control y recalca la complejidad de patrullar una selva «de proporciones continentales».
Pocos lo saben mejor que Souza. Ha rastrillado toda la Amazonia en busca de oro, sin licencia y en tierras protegidas. Dice que la pobreza y la burocracia no le dejaron otra opción: «No tuve elección.»
Así que hace todo lo posible para que no lo agarren. En su próxima incursión se adentrará tan hondo en la selva nativa -seis días a pie y en canoa-, que no espera cruzarse con nadie. Solo selva y oro.
La extracción ilegal de oro es responsable de una pequeña parte de la deforestación de Amazonia -muchos menos que la agricultura-, pero sus efectos son más nocivos. El uso de mercurio es parte esencial del proceso de extracción y purificación de las trazas de oro encontradas en el suelo. La toxicidad del mercurio se filtra en el suelo, cala en el aire y contamina el agua. Hay ecosistemas marinos que colapsaron y comunidades indígenas envenenadas por exposición al mercurio. Tras años de extracción, esa tierra queda convertido en un páramo inerte.
«Termina matando la naturaleza», dice Marilene Nascimento, cocinera de uno de los campamentos mineros ilegales de Itaituba, «El rió no es el mismo, los peces mueren. Y después tardan años y años en recuperarse.»
Tras años de trabajar en campamentos mineros, Nascimento tiene sentimientos ambiguos hacia su trabajo. No pierde de vista la devastación forestal que ha presenciado, y el año pasado se había prometido no volver. Pero llegó la pandemia y las otras ofertas de trabajo se cayeron, hasta que la llamó una amiga y le recordó que se ganaba buen dinero: por trabajar como cocinera durante un mes, les pagarían 30 gramos de oro.
Nascimento hizo cuentas rápidamente según la cotización del oro aquel día, y se quedó helada. La cuenta daba más de 1200 dólares, mucho más que el año pasado, y 10 veces más que lo que ganaría en la ciudad.
«Es feo ver que destruyen la naturaleza, pero se gana muy bien», dice.
La selva siempre ha sido una red de salvación para los brasileños. Durante la crisis económica de la década de 1980, casi 100.000 personas descendían a las minas conocidas como Serra Pelada. Después de la crisis financiera global de 2009 también se produjo una oleada, y nuevamente en 2013. El minero de oro se había vuelto un arquetipo brasileño: un hombre que se aventuraba en la selva con poco más que una hamaca paraguaya y muchas esperanzas.
Pero el minero actual es muy distinto. En la última década, el negocio se industrializó y profesionalizó. Hay redes bien financiadas que equipan a los mineros con costosa maquinaria pesada, como topadoras o camiones de construcción. Los pozos más remotos tienen Wi-Fi, televisión por cable y calefacción a gas. Seducidos por la tecnología y las comodidades, incluso algunos pobladores indígenas se suman a las excavaciones.
Bolsonaro, elegido en 2018, prometió expandir aún más la minería. Hijo de un minero de Serra Pelada, el mandatario dice que no son delincuentes, sino trabajadores que luchan por sobrevivir. Los ha recibido en reuniones y criticó al Ibama por destruir sus equipamientos. El año pasado, la agencia quemó solo 72 máquinas mineras pesadas, alrededor de un tercio de las destruidas en 2015. Los funcionarios que supervisaron una operación fueron despedidos. Los militares cancelaron otro, impidiendo que Ibama usara sus helicópteros.
Los inspectores superiores del Ibama, que hablaron bajo condición de anonimato por temor a represalias, dicen que el discurso y las políticas de Bolsonaro envalentonaron a los mineros de oro e hicieron prácticamente imposible el trabajo de la agencia ambiental. Los inspectores dicen que cuando los dejan salir, los mineros ilegales se burlan de ellos. Los inspectores dicen que nada detiene a los mineros, y que de una forma u otra siempre logran sacar el oro de la selva. Aseguran que Bolsonaro está de su lado y los apaña.
«La presión política es tremenda», dijo uno de los funcionarios. «Es prácticamente imposible salir al campo. Nos atacan constantemente… Y no hay castigo para esa gente.»
The Washington Post
Tomado de: https://www.lanacion.com.ar/el-mundo/el-coronavirus-desata-fiebre-del-oro-ilegal-nid2440758