Correo del Caroní/ Prodavinci
Helena Carpio
10 de junio de 2021
El Parque Nacional Canaima es el área protegida en la Amazonía y en la Guayana venezolana con más focos de calor. Tiene el mayor número de incendios detectados por los sensores satelitales VIIRS y MODIS, y la mayor densidad de focos.
Canaima, al sureste de Venezuela en la frontera con el territorio en reclamación de Guyana y Brasil, protege la cascada más alta del mundo, el Kerepakupai Vená en lengua Pemon, conocido como Salto Ángel; más de 2.000 especies de flora y fauna; y a los tepuyes, formaciones geológicas de unos 2.000 millones de años, entre las más antiguas del planeta. El territorio, cubierto en gran parte por los bosques tropicales de la Amazonía, también contiene gran parte de la cuenca del río Caroní, la fuente principal de energía hidroeléctrica en Venezuela. Canaima fue declarado patrimonio de la humanidad por UNESCO en 1994 y está ubicado sobre el Escudo Guayanés.
Una “isla” dentro del parque nacional explica la cantidad de fuego. En el sector oriental hay un parche de sabanas, comúnmente llamado La Gran Sabana, que se abre espacio entre las selvas densas y húmedas de la Amazonía. Es una anomalía controversial. El clima en los bosques de Canaima es muy similar al de estas sabanas. Los suelos también. No se sabe con certeza por qué existen estas sabanas en el medio de este bosque tropical. Se necesitan más estudios, pero algunos sugieren que la Gran Sabana fue forjada por la interacción entre el clima y el uso de fuego por humanos.
Hoy la mayoría de los focos en Canaima se concentran en la Gran Sabana. El fuego necesita combustible y la vegetación de las sabanas —las gramíneas— son muy inflamables. Es la vegetación que más se quema en el planeta. El combustible influye en la intensidad, velocidad de propagación y temperatura del fuego.
También influye la ignición. De todos los incendios registrados en Estados Unidos entre 1992 y 2012, el 84% fueron iniciados por humanos, según un análisis de la Universidad de Colorado. En Venezuela, los relámpagos —la fuente natural de ignición más común— suelen estar acompañados por lluvia. El porcentaje iniciado por humanos es mayor. Y la mayoría de la población de Canaima está asentada en sabanas, incluyendo a los Pemon, la comunidad indígena tradicional que habita esta región del país, y a los campamentos turísticos.
De 27.000 Pemon, censados en 2003 por el Instituto Nacional de Estadística, tres cuartos viven dentro del parque nacional, y unos 17.000 en la Gran Sabana. Esto convierte a Canaima en una de las Áreas Protegidas con más habitantes en Venezuela.
El 71% del fuego en el parque nacional durante los últimos nueve años ocurrió en las sabanas, de acuerdo con nuestro análisis de datos VIIRS. El 20% de los incendios tuvieron lugar en distintos tipos de bosques, aunque estos cubren alrededor del 60% del parque nacional.
El problema con el fuego no es lo que hace, sino dónde, cómo y cuándo lo hace. Los incendios naturales —por relámpagos o erupciones volcánicas— tienen al menos 370 millones de años forjando al planeta que conocemos. En regiones propensas al fuego, las plantas evolucionaron y se adaptaron. Desarrollaron troncos gruesos que protegen sus células internas del calor y semillas que sólo germinan en altas temperaturas, o que al percibir los químicos del humo, se desprenden del árbol. Algunas especies desaparecieron, otras prosperaron.
En California, Estados Unidos, hay chaparrales y bosques adaptados al fuego. Los incendios despejan el suelo de materia muerta, promueven la regeneración de nutrientes y permiten la reproducción de plantas adaptadas al fuego. Estos ecosistemas dependen del fuego para mantener balances ecológicos. Pero la intervención humana está alterando los regímenes naturales. Antes de los humanos, el fuego era una rareza en la Amazonía; ahora hay temporadas de incendios.
La Gran Sabana apareció súbitamente hace unos 12.000 años, sustituyendo un mosaico heterogéneo de bosques nublados y arbustales, según Valentí Rull, doctor en biología del Instituto de Ciencias de la Tierra Jaume Almera de Barcelona, España, y Encarni Montoya, profesora de la Escuela de Ciencias Ambientales de la Universidad de Liverpool, en Inglaterra. Ambos tienen décadas utilizando la paleoecología, una ciencia que estudia cambios ecológicos a largo plazo, para entender mejor estas sabanas.
Los científicos perforan la tierra con cilindros verticales especiales. Luego, como con sacacorcho, extraen columnas de suelo. Cada capa horizontal en la columna es el registro de un periodo. Dentro de cada capa, hay polen y esporas de plantas resistentes a la degradación, con miles de años de antigüedad, que todavía preservan material genético y pueden ser identificadas. También hay carbón, sedimentos y otros microfósiles.
Las capas ayudan a Rull y a Montoya a entender qué árboles o arbustos crecían y en qué lugares, qué tan frecuentes eran los incendios, qué tipo de clima había y qué animales existían, por ejemplo. Rull y Montoya, junto a otros científicos, han reconstruido los últimos 13.000 años de la historia vegetal de la Gran Sabana, y con mayor detalle, los últimos 2.000.
Tienen una hipótesis. Hace unos 12.500 años hubo un pico en el número de incendios. Los registros de carbón son abruptos. Pero los incendios naturales —causados principalmente por relámpagos— dejan rastros distintos. Tienen frecuencias e intensidades más aleatorias.
El clima estaba cambiando, era más seco. Al mismo tiempo, un grupo diverso de cazadores-recolectores, los Paleoindios, entraban a América del Sur por Panamá. Eran los primeros humanos en el continente. La población se separó en cuatro grupos. Dos emigraron al sur por la costa del Pacífico y por la cordillera de los Andes. Y dos se movieron hacia el este. Uno atravesó la Amazonía, y otro bordeó la costa del mar Caribe hasta llegar a Venezuela, bajando por la costa del Atlántico.
Hallazgos en Taima-Taima, uno de los sitios arqueológicos más antiguos del continente, ubicado en Falcón, junto a restos en Tupuquén, cerca del delta del Orinoco, sugieren que los Paleoindios pasaron por la Gran Sabana al mismo tiempo que aumentaron los incendios. Rull y Montoya usaron los restos de carbón para entender dónde, cuándo y con qué frecuencia había fuego. Científicos de la Universidad de California Davis creen que estos patrones son un indicador de colonización humana.
La megafauna en América del Sur, animales que pesaban más de 40 kilogramos, también desapareció abruptamente en este período. Se cree que los cazaron hasta la extinción. Muchos eran herbívoros. Su desaparición pudo contribuir con la acumulación de vegetación seca, aumentando el combustible y el riesgo de grandes incendios.
Cambios en el clima, el uso del fuego por humanos y las extinciones de megafauna, probablemente interactuaron para abrir estas sabanas en Canaima.
Los Pemon llegaron después. Hace al menos 400 años los colonos registraron asentamientos indígenas en la región. Rull y Montoya sugieren que llegaron hace mucho más. Los patrones de quema de hace 2.000 años son muy similares a los de hoy, argumentan. Los humanos emplean el fuego como herramienta para modificar el paisaje y la tierra. Las formas de quemar dicen mucho sobre la comunidad que la emplea.
Los Pemon se autodefinen como “gente de sabana”. Los hermanos Makunaima, hijos del sol y de una mujer de jaspe, forjaron el paisaje de la tierra, cuenta una leyenda Pemon. El hermano menor convenció al mayor de cortar el tronco del Wadayakek, un árbol mitológico que daba muchos frutos distintos a los indígenas. Fue difícil. Era un tronco grueso cubierto por lianas y abejas, pero lograron tumbarlo. Las ramas cayeron hacia el este y el tronco hacia la Gran Sabana. De las ramas nacieron bosques, y del tronco, sabanas fértiles. El Roraima tepui es uno de los restos del árbol caído según la leyenda.
El fuego trae alegría a Pata, la tierra Pemon, dicen los abuelos del pueblo indígena, según investigaciones de Iokiñe Rodríguez, socióloga del Instituto Venezolano de Investigaciones Cientificas y de la Universidad de East Anglia en Inglaterra. Cada incendio —dentro de los bosques, en la frontera entre el bosque y la sabana, o en las sabanas— responde a un uso: para abrir conucos en las selvas, limpiar caminos, ahuyentar animales, cazar, curar enfermedades, practicar su religión, mantener el valor estético de la sabana “verde y bonita” y como mensajero: diferentes densidades, formas y colores del humo tienen significados distintos para el Pemon.
También usan el fuego para combatir otros fuegos. “Para que no se queme una gran extensión, uno tiene que prender el fuego donde ves la paja amontonada y eso se apaga por sí solo”, explica un anciano Pemon de Kumarakapay o San Francisco de Yuruaní. Se hace de manera cooperativa: una persona quema donde otra abandonó el proceso, manteniendo un mosaico de pequeñas porciones de sabana en diferentes etapas de crecimiento. Funcionan como cortafuegos, según Bibiana Bilbao, profesora del Departamento de Estudios Ambientales de la Universidad Simón Bolívar, que ha estudiado la relación de los Pemon con el fuego. Parches de vegetación nueva y húmeda frenan el avance del fuego.
Pero estas prácticas tradicionales han cambiado. Antes, los Pemon eran semi-nómadas y vivían en pequeños grupos separados entre sí. Con la llegada de grupos misioneros en los años treinta y el contacto con criollos, se concentraron en pocos pueblos —como Kavanayén o Kamarata— con acceso a infraestructura, bienes y servicios como electricidad y salud. Las poblaciones se volvieron sedentarias y crecieron.
Entonces las quemas se concentraron cerca de estos pueblos, aumentando la presión y la degradación de los bosques cercanos. Cambios culturales y económicos se tradujeron en cambios en la frecuencia y los patrones de quema.
Hay un debate abierto sobre el uso del fuego por los Pemon. Algunos creen que el manejo del fuego es una parte fundamental de la tradición Pemon, y que debería ser preservada, no sólo por razones culturales, sino por su potencial para la conservación. Otros creen que el fuego antrópico, de causas humanas, fue responsable de eliminar bosques milenarios que había en la Gran Sabana. Creen que para proteger los bosques hay que combatir los incendios.
En Canaima las sabanas se están expandiendo poco a poco, eliminando el bosque.
La minería dentro del Parque Nacional Canaima aumentó significativamente en los últimos veinte años. Para 1974 se concentraba en la extracción de diamantes, según el Plan Rector del Parque Nacional. A partir del 2013, creció drásticamente la minería de oro, impulsada por la crisis económica venezolana y la subida en los precios mundiales del oro. Desde entonces se han reactivado antiguos focos y han surgido nuevos. En 2020 hay al menos 521 hectáreas de minería dentro del Parque Nacional Canaima, según un estudio de imágenes satelitales de la ONG SOS Orinoco.
Los mineros queman para degradar y deforestar el bosque, abriendo espacios para la minería. También usan el fuego para limpiar las áreas donde viven, para construir casas, sembrar conucos para producir comida y para abrir caminos en la selva. Normalmente viven cerca de las minas.
El techo de hojas del bosque funciona como el toldo de un invernadero. Las copas de los árboles, tan cerca unas de otras, mantienen la humedad alta y la temperatura constante cerca del suelo. Pero cuando los humanos deforestan, ese techo se fragmenta. El sol entra por los huecos y calienta el piso, secando la vegetación y reduciendo la humedad. Plantas mueren y se acumulan, aumentando el combustible.
Cuando hay incendios, el humo se estaciona sobre el bosque y evita que se acumule niebla sobre los árboles, reprimiendo la lluvia. La vegetación se seca más aún.
El turismo no sostenible también usa el fuego de forma directa: prenden fogatas para calentarse o para ahuyentar insectos y animales, cocinan con leña, queman basura, y a veces estos fuegos se salen de control. También degradan los ecosistemas, haciéndolos más vulnerables a incendios.
Hay actividad agropecuaria dentro del Parque Nacional Canaima. Usan el fuego para abrir espacios en el bosque para construir, preparar la tierra para las siembras, limpiarla después de una cosecha y estimular la regeneración de nutrientes. La ganadería lo usa en las sabanas, para eliminar gramíneas leñosas, duras y poco nutritivas para sus animales, favoreciendo rebrotes más suaves y sabrosos.
Las incendios llevan al crecimiento de más gramíneas, que son muy inflamables, y que a su vez llevan a más incendios y a más gramíneas. Al mismo tiempo, en la frontera del bosque con la sabana, sube la temperatura y baja la humedad. Los bosques —que normalmente son demasiado húmedos para quemarse— se degradan en los bordes. Árboles grandes que requieren mucha agua, mueren y caen. Crecen menos hongos porque hay menos humedad, entonces las hojas secas y los troncos muertos tardan más en descomponerse y se acumulan. Crece la cantidad de combustible y el próximo incendio de sabana se adentra en el bosque. En esos pedazos quemados, crecen gramíneas. Y en la siguiente sequía, el fuego se adentrará más.
Un bosque sano tiene mayor capacidad de sobrevivir sequías prolongadas o cambios repentinos en el clima. Un bosque degradado es más vulnerable. Ante el cambio climático, esto puede implicar la diferencia entre la existencia y la desaparición de bosques enteros.
Cuando un bosque desaparece, no siempre regresa. Los suelos se degradan, y sin nutrientes, no pueden volver a sostener estas redes megadiversas.
La temperatura promedio en el planeta aumentó 1,09 grados Celsius desde 1880. Data satelital revela que, desde 1980, las temporadas de incendios se han hecho más largas. Las altas temperaturas y baja humedad aumentan el riesgo de fuego. Áreas que no se quemaban, como los bosques de la Amazonía, ahora arden.
Cuando un árbol se quema explota mil veces. Con el calor, gotas de agua atrapadas dentro de la madera se convierten en vapor, a su vez, la madera se descompone y libera gases. Como un cadáver que se infla, los gases se expanden hasta hacer reventar el tronco que los atrapa. El fuego hace estallar desde las entrañas.
Estos gases empeoran el efecto invernadero, calentando aún más la atmósfera. En Alaska, Estados Unidos, hubo un número récord de relámpagos en 2015, causando incendios en 2 millones de hectáreas de bosques. Científicos de la Universidad de California Irvine comprobaron que las temperaturas más calientes fomentan las tormentas eléctricas. En los trópicos, las partículas suspendidas en el humo también pueden afectar a las nubes, dificultando la formación de gotas y reduciendo la lluvia.
Más incendios llevan a más incendios. El cambio climático aumenta el riesgo de incendios, y cuando ocurren, agravan el cambio climático.
Los humanos tenemos al menos 12.000 años modificando los paisajes y ecosistemas del planeta. Primero con el fuego y ahora con las emisiones de dióxido de carbono y otros gases invernadero. El planeta es un sistema interconectado complejo que se retroalimenta. Todavía no hemos descubierto todas las formas en las que alteramos nuestro entorno. Hace falta más investigación científica. Pero en la combinación entre conocimientos científicos y prácticas indígenas milenarias, hay oportunidades para la conservación efectiva de nuestros espacios naturales.
De bosques a cenizas: cómo los incendios forestales amenazan la megadiversidad de las áreas protegidas de Venezuela es un proyecto de Helena Carpio y Prodavinci, realizado con el apoyo del Amazon Rainforest Journalism Fund del Centro Pulitzer. |