LA NACIÓN
3 DE JULIO, 2023
Sentadas junto a una hoguera, mujeres kichwas recuerdan el día que confrontaron hace tres años a los mineros de oro enquistados a lo largo del río Jatunyacu, en la Amazonía de Ecuador. Desde entonces, además de en la selva, libran también una batalla en los altos tribunales contra el efecto devastador de la explotación.
«Hicimos nuestras propias lanzas con palos, carteles y vinimos corriendo acá a ver qué pasaba», relata una de las integrantes de la guardia indígena Yuturi Warmi durante el ritual llamado «wayusa upina», que se celebra durante la madrugada en la comunidad de Serena, en la provincia de Napo (norte).
Acompañada de un puñado de mujeres, reunidas para interpretar los sueños como parte de la ceremonia, cuenta que hace 18 meses los mineros ilegales llegaron ofreciendo dinero al entonces presidente de la comunidad a cambio de permisos para explotar sus tierras.
«Solo muertos vamos a dejar entrar a las empresas mineras» o a los ilegales, sostiene ante un grupo de periodistas la mujer, que pide reservar su identidad para preservar su seguridad.
Aunque en Serena han resistido al ingreso de la minería, río abajo la historia es otra. La Defensoría del Pueblo de Napo ha identificado más de 30 frentes de explotación en las orillas del Jatunyacu, donde también se hace turismo de aventura por sus corrientes rápidas y paisajes.
En un recorrido de 21 km por el río, numerosos claros interrumpen la vegetación espesa, mientras las excavadoras continúan devorando la selva.
A la espera de que la Corte Constitucional resuelva una acción extraordinaria de protección con la que los indígenas pretenden frenar la minería en la provincia, revertir las concesiones y disminuir la deforestación, la explotación de oro sigue espantando a los turistas.
El ruido de la maquinaria y la destrucción del paisaje son una pesadilla para los habitantes de Shandia, una pequeña comunidad que vive del turismo.
«Ya nadie quiere pagar dos o tres dólares para ir a ver un cementerio de minería ilegal», explica Andrés Rojas, delegado provincial de la Defensoría del Pueblo.
«Suena feísimo, tiembla la tierra, de noche es peor (…) Tenemos miedo cuando vienen bastantes turistas porque escuchando eso no quieren venir» nuevamente, comenta a la AFP Graciela Grefa, una artesana de 64 años.
– Batalla legal –
La devastación se agravó en 2020. «La minería en Napo viene desde hace 25 o 30 años, pero saber que una sola empresa tenía 7.125 hectáreas alarmó a la ciudadanía», dice Rojas.
Las tierras alrededor del Jatunyacu están concedidas en su mayoría a la empresa de capital chino Terraearth, blanco de una batalla legal que escaló hasta la Corte Constitucional. Defensoría y organizaciones sociales responsabilizan a la compañía de contaminar tres ríos y eludir la consulta previa a las comunidades indígenas.
Pero los habitantes de Napo también lidian con mafias de minería ilegal, a los que señalan de ser aliados de la firma y sobornar a poblaciones para explotar sus tierras.
Terraearth se presenta en sus redes sociales como una empresa «responsable con el medio ambiente» y que «contribuye con la reforestación de las áreas minadas por los ilegales».
Yutzupino fue el centro de explotación irregular en Napo. Hasta diciembre de 2022 había 125 hectáreas ocupadas para extracción de oro, lo que equivale a 88 canchas de fútbol, según la Fundación Ecociencia que realiza un monitoreo satelital de la Amazonía.
El área siguió creciendo hasta que en febrero de 2023 un operativo policial decomisó 148 excavadoras en un área de 180 hectáreas.
Sebastián Araujo, catedrático de Geociencias de la universidad pública Ikiam, explica que los niveles de cobre, plomo y cromo, «altamente contaminantes», «están en un umbral muy superior a los permitidos» en Yutzupino debido a la minería ilegal.
– «Cementerio» minero –
En una región donde escasea la presencia estatal y abunda la pobreza, los lugareños pagan un dólar para ingresar a zonas de explotación y arañar un poco de oro que lavan en sus bateas. Una actividad sin impacto ambiental que los comuneros realizan desde hace décadas.
«Se metían en esos cráteres que levantan las excavadoras para poder coger las migajas que dejaba la perforación», explica Rojas.
Alba Aguinaga, socióloga de Ikiam, señala que tras la incursión de mineros ilegales, los artesanales quedaron marcados con el estigma por supuestamente apoyar a esas mafias.
«Si no tienes trabajo, si tienes condiciones económicas difíciles, no quedan muchas más opciones que sucumbir a una pequeña remuneración a cambio de mano de obra ilegal», sostiene.
Además «no hay una política pública que responda a la sobrevivencia» de las comunidades y los mineros artesanales, agrega Aguinaga.
«La capacidad de reacción operativa del Estado es insuficiente frente a la organización que tienen los mineros ilegales», lamenta Rojas.
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