Con el petróleo derramado en el río Napo de la amazonía, ya no fluía vida sino muerte

PROVINCIA DE ORELLANA, ECUADOR.- Era costumbre de los niños Tapuy tomar un baño y pescar palometas y bocachicos en el río Napo. A las cuatro o cinco de la mañana del 7 de abril del 2020, todavía estaba oscuro y caminaron unos 15 metros hasta la orilla. Los niños no advirtieron el peligro, se zambulleron en las aguas a jugar y lavar los trastes. Pescaron la comida del día. Al poco tiempo, sintieron que el olor a gasolina se hacía más fuerte. ¿De dónde viene?, se preguntaban. Les provocó mareo y dolor de cabeza. Asustados, corrieron a casa a pedir ayuda a su mamá.

A las seis de la mañana, René Tapuy regresó de su jornada de cacería con las manos vacías. Abrió la puerta y encontró a sus hijos, Peter Luis de 12, Lilia Inés de 10 y Mailí de 9 años, bañados en petróleo. Sus lágrimas resbalaban sobre la cara grasienta y hedionda a combustible.

Elsa Yumbo, madre de los niños, sostenía en brazos a su pequeña Kim de 3 años y los miraba impotente. René Tapuy empezó a tallar el cuerpo de los niños con estropajo y jabón sin lograr quitar los residuos. La piel se irritó y empezaron a brotar las ampollas. Desesperado, René, un kichwa naporuna habitante del río, estaba seguro que sus hijos morirían ahí mismo. Cuando el sol iluminó el agua y el bosque, la tragedia se hizo evidente. El río Napo estaba contaminado por petróleo y ya no fluía vida sino muerte.

Indigenous defenders stand between illegal roads and survival of the Amazon rainforest – elections in Brazil and Peru could be a turning point

The Ashéninka woman with the painted face radiated a calm, patient confidence as she stood on the sandy banks of the Amonia River and faced the loggers threatening her Amazonian community.

The loggers had bulldozed a trail over the mahogany and cedar saplings she had planted, and blocked the creeks her community relied on for drinking water and fish. Now, the outsiders wanted to widen the trail into a road to access the towering rainforests that unite the Peruvian and Brazilian border along the Juruá River.

María Elena Paredes, as head of the Sawawo Hito 40 monitoring committee, said no, and her community stood by her.

She knew she represented not just her community and the other Peruvian Indigenous communities, but also her Brazilian cousins downstream who also rely on these forests, waters and fish.